1.La creación del personaje
Los científicos aseguran que el ochenta por ciento del cerebro humano es agua. .Que compartimos el cincuenta por ciento de nuestro ADN con un plátano y el noventa y seis por ciento con un chimpancé. Saben muchas cosas, los científicos. Pero hay otro dato que no comentan, quizás porque no se puede demostrar dentro de los límites pragmáticos de un laboratorio, y que es el resultado de mi observación de la especie humana durante ciento tres años de ir por el mundo (sí, soy viejo e incluso muy viejo, pero aún no repapiejo). El dato es éste: el cuarenta por ciento de la vida humana, calculo yo, es una ficción.Una mentira. Una entelequia. Un giro de la imaginación, si lo desea. Una novela. Una broma.
Casi la mitad de todo lo que vivimos, mira por dónde. ¿Cómo he llegado a esta conclusión? Como decía un compañero periodista que conocí hace más de setenta años en California, cuando ambos nos dejábamos embocar por los días dorados del nuevo Hollywood: «Pensamos un poco. Y después pensamos un poco más». Nos gusta creer que tocamos con los pies en el suelo. Intentemos ordenar la realidad cotidiana en millones de sentencias, analizamos tesis y experimentos que nos dan sentido como humanos, pero no es menos cierto que una parte de toda existencia es falsa, inventada, una producción de nuestra mente fantasiosa. Los optimistas lo ven todo de color rosa y los pesimistas lo ven todo negro. Entre los dos colores, vivimos rodeados de misterios que querríamos resolver y, cuando no tenemos suficiente, nos los fabricamos: engaños, ilusiones, sueños, esperanzas, malentendidos, envidias, trampas, deseos… Todo lo que podáis imaginar ! Fantasías eróticas y trastornos de personalidad; falacias familiares y rumores divulgados para dañar a alguien; complots del paranoico y maquinaciones del celoso. Una puerta invisible separa la realidad de la ficción y constantemente la traspasamos. Pensemos un poco, y después pensamos un poco más. […]
Alguien me dirá que predico con el ejemplo y estas páginas son una aventura fabulosa y llena de pavores. No pienso desmentirlo, cada uno que las lea como quiera. Mis intenciones no pueden detenerse ante eventualidades. La cifra que doy del cuarenta por ciento es aproximada, claro, siempre es necesario promediar. Hay seres que pasan de puntillas por la vida, sin sorpresas, como si su cerebro fuera todo agua dulce y el corazón les bombeara la sangre a un ritmo constante y monótono. Hay quienes son blandos y balbos y no se atreven ni a soñar, y su interior está tan vacío que no encontraríamos palabras suficientes para escribirles un epitafio. Sin embargo, en el otro extremo también hay hombres y mujeres de mil caras, que protagonizan tres películas simultáneas (y saltan de una a otra como quien cambia de canal). Personas que se entregan a la invención sin miramientos; caracteres desabrochados que parecen haber venido al mundo para distraer a los dioses. Son éstos los que me interesan: los camaleónicos, los que tienen más de una sombra, los actores que se hacen la película a medida, los jeckylls que viven de alimentar a sus hydes.
Entre el cinismo y el ataque sentimental, existe todo un espectro de posibilidades de engañar el día a día y deformarlo para que parezca lo que no es, ni será nunca. Es, también, un fenómeno que se multiplica, porque una argucia trae otra, una evasiva abre posibilidades infinitas, y te acomodas, y te gusta, y poco a poco la invención se disfraza de realidad. Todo da tantas vueltas que un día ya no sabes qué es del derecho y qué del revés, qué avatar es lo que mejor te representa. Entonces te vuelves loco o, si tienes más suerte, te instalas cómodamente en el personaje. Es ese momento en que el pelo de la peluca, finalmente, después de media vida de llevarla, parece haber arraigado en el cráneo.
Si hablo con este convencimiento es por experiencia propia —ya irá saliendo, y confío en que será antes de morirme—, pero también porque durante muchos años, décadas, casi un siglo, traté a un hombre así. Este individuo excepcional se llamaba Xavier Cugat, aunque cuando empezó a ser popular él aseguraba —con gran parte de razón— que su nombre era Francisco de Asís Xavier Cugat Mingall de Bru i Deulofeu. Le había oído recitar la retahíla muchas veces, en entrevistas en la radio o ante una corte de admiradores, remarcando cada sílaba poco a poco, con un ritmo creciente, daliniano, como si así pudiera transmitir unos aires de nobleza que le hubiera encantado tener. Puede que la idea de añadirse los cuatro apellidos de los padres le viniera de Cuba, donde había vivido gran parte de su infancia y adolescencia. O quizá le había cogido mientras se hospedaba en el hotel Waldorf-Astoria y, según decía, se hacía con diplomáticos, maharajás y miembros de la realeza de países tan remotos que ni salen en los mapas. O quizás sólo era otra facecia de las suyas, una exageración destinada a subrayar sus orígenes catalanes en un país tan abigarrado, Estados Unidos, donde todos los nombres son posibles y ninguno haga extraño.
Además de referirse al apellido, a lo largo de su vida los americanos también le conocieron como De Brú, Cugie, Mr. Cugats Nugats e incluso X., una letra con toda la brevedad y la incógnita, aunque estos dos atributos se adecían poco con su talante expansivo. Cada uno de estos nombres, y ciertamente la rastrillera familiar, le ayudaba a ensanchar su fama, como si fuera imposible que la música, caricaturas, matrimonios, chihuahuas, juicios, hoteles y orquestas que hizo rodar por el mundo —todo lo que le convirtió en una celebridad internacional durante tantos y tantos años— pudieran ser la obra de una sola persona y fuera necesario repartirlos entre todos estos otros apodos.